Esos grandes detalles: 92 relatos escritos durante la pandemia

314 La vergonzosa posibilidad de que alguien levantara un segundo teléfono y escuchara tu conversación privada era terrible. Y si eras tú quién se colgaba de una conversación ajena, debías procurar sostener el aliento, ya que ante cualquier mínimo ruido podías ser descubierto, desatando así el justificado enojo del otro. Ante tamaño descaro, no había excusa que valiera. Solo quedaba escuchar con resignación el merecido reto. El teléfono era un buen aliado para las travesuras cuando se trataba de hacer pitanzas. ¡A quién no lo agarraron para el chuleteo alguna vez! Preguntando por la famosa Señora Tina, solo para molestarnos con que, si no estaba, pues dónde se bañaba la señora cochina. También fuimos víctimas del clásico gil que llamaba y colgaba. La verdad es que ese enamorado anónimo intentaba ver si tenía suerte esa vez, a ver si conseguiría que apareciera la voz de su amor platónico del otro lado del teléfono. Antes, la voz, mediada por ese aparato, parecía ser tan importante. Detrás de esa torpe interacción, se escondía un curioso “yo te escucho, pero tú no sabes quién soy”. Lo que no deja de tener algo de siniestro. Cuando apareció el teléfono inalámbrico fue todo un evento. Al quedarse sin batería había que buscarlo por toda la casa, apareciendo muchas veces entre las sábanas de alguna cama u oculto entre dos sillones. Para avisar de una nueva llamada, gritar “teléfono” no siempre era efectivo, y corrías el riesgo de no ser oído. Teniendo que replicar “espere un momentito” e ir a indagar en qué parte de la casa se hallaba el aludido. Del otro lado, el interesado, se quedaba esperando, y sin quererlo escuchaba como si estuviera dentro de una pecera el sonido de la tele, los ladridos de los perros o la radio. Acompañaba al teléfono la pesada agenda telefónica amarilla, a la cual se acudía en casos excepcionales. Por su tamaño, ocupaba un lugar físico y simbólico no menor en cada uno de los hogares. Siempre me llamó la atención lo frágil del papel y ese color insoportable. Pese a su aparente inutilidad, no era bien visto arrancar sus hojas o rayarlas, ya que al surgir una nueva publicación que traería el repartidor en un pesado carrito, la antigua biblia telefónica tenía su destino fijado junto al

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