Esos grandes detalles: 92 relatos escritos durante la pandemia
241 de animales. Los límites del tiempo se borran, el Registro Civil arde en llamas y podemos dirimir un destino común entre humanos y no humanos. Es que también bebemos en la hora del trago y del tango más amargo, degustamos su astringente sabor. No importa, lo mezclamos con un poco de coca cola. Son las últimas que quedan y las tiene guardadas el Manolo al fondo a la derecha de la carnicería, al lado de los costillares, entre los pollos, sobre la rana traga- monedas y también fíjate ahí abajo del taca taca por si acaso quedará alguna. Nos comemos un completo o un choripán. Hacemos un hoyo donde enterrare- mos todo lo que sobra. La arqueología se encargará de desenterrar, compren- der y corromper esos restos significantes que dieron sentido a un nuevo orden y a una nueva convivencia. Pero se hace de mañana y nos tenemos que quedar con algo. Es tiempo de la última cerveza, de la última chicha, de la última gui- tarra o de la penúltima. Con esa canción nos esfumamos como en una especie de abducción. Platillos voladores, luz mala, el diablo, los pillanes, Ayayema. Ya en mis cabales, puedo decir que todo ha sido un delirio. Vamos al despeña- dero sin siquiera ser un número, hoy para nuestra desgracia, más conscientes que nunca de la desaparición de todas las imágenes del mundo. Astrónomos sin estrellas , parafraseando el último título del último intelectual bohemio sin aspiraciones más allá de que el sol vuelva a esconderse de nuevo. Guillermo Machuca era nacido en Punta Arenas, una patria distante y esquiva a la que ya nunca más pudo volver. 4. En un taller desordenado (muy entre comillas, como para todos los talleres), reposan los restos de varias proyecciones. Unos cuantos huesos de ballena, desprendimientos diminutos de conchales, una coneja en su jaula, hijuelos de alcachofas, acodos de laureles, semillas de calafate en germinación, ventanas viejas, una máquina de extracción de aceites naturales, algunos animales en descomposición y otros en proceso de ser montados más los materiales que se deben a dicha predisposición museográfica entre varios insumos en rela- ción a todo lo anterior. Agua oxigenada, alcohol, cloro. Tierra, viruta, harina. Las cosas a medio camino conviven en un espacio o un espectro que guarda una cierta potencialidad de los objetos que ahí parecieran yertos. Aunque eso no es tal. Es en el taller donde las cosas logran su máxima exponencialidad de significado, en cuanto están en contacto con una especie de “superficie” o “atmósfera” que las eleva en potencia, más allá de las (de)limitaciones del montaje. Lo duro y lo blando, lo corto y lo largo, lo frío y lo caliente, lo negro y lo blanco. Lo crudo, lo cocido y lo podrido, lo limpio y lo sucio. Son todas posibilidades de opuestos complementarios que se expresan en el taller más allá de las articulaciones propias de la poesía, la arquitectura, la pintura, las lenguas madres. La función del artista no debe ser pues capitalizarlas singular- mente en un sentido de denotación de esa potencia, sino más bien estructurar su sentido dentro de las capas o registros formales de expresión. Las salas de arte, vacías. Los centros culturales, los cines, los teatros, vacíos. Ni siquiera hay ideas, y ante la desmaterialización de la experiencia, nos hemos de con- vertir entonces en traficantes de aire con refinadas densidades. O bien, volver a redefinir los límites de la representación y sus aparatos.
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