Esos grandes detalles: 92 relatos escritos durante la pandemia
203 El octavo día Magdalena Atria Artista visual y profesora Siempre quise tener el taller en la casa, para así no tener que “salir” a trabajar, eliminar el espacio y el tiempo que separa la cama del trabajo, quedarme en una burbuja y que salir al mundo fuera un acontecimiento. Así lo he hecho durante años. Hoy, nada ha cambiado pero todo ha cambiado. En el cuento de La Bella Durmiente el hada mala hechizaba a todos los habitantes del palacio, dejándolos dormidos y detenidos en el tiempo mientras el resto del mundo seguía su curso habitual. Así quedaron los cocineros con las cucharas en el aire, los jardineros con la pala hundida en la tierra, los cocheros subiéndose al carruaje. Pasó el tiempo y todo se cubrió con una fina capa de polvo que se fue acumulando con los años. Ahora el hada mala invirtió su hechizo, es el mundo el que se quedó dormido y detenido en el tiempo. Ya no hay tiempo. Y yo sigo trabajando sin salir a la calle. Amaso la greda, agrego partes, una sobre otra, hasta que la estructura está a punto de no resistir su propio peso y me obliga a parar. La dejo descansar, asentarse, y al día siguiente agrego más barro para seguir construyendo una forma que se eleva cada día un poco más. No tengo apuro, el tiempo está detenido, ya no hay plazos, no hay nada que me haga seguir más que las ganas, apenas, de avanzar cada día un poco más. Todos los días son iguales (pero algunos son más iguales que otros). Pasa un gato. Pasa un rato. Hay ratones en el techo. Hay goteras también. La greda es roja y todo se cubre de una fina capa de polvo rojo. Mis zapatos, mis manos, el suelo. Los gatos. La radio entrega cifras, implacable: contagiados, muertos, ventiladores. Las cifras cambian todos los días pero nada cambia. El ruido de un helicóptero apaga la voz de la radio, se mezcla con el ruido de las máquinas. Las máquinas, pese a todo, no se detienen, siguen rompiendo el cerro, haciéndolo cada día un poco más feo. Por lo menos llueve, y la humedad suaviza un poco los bordes afilados del socavón y las piedras. Las palas mecánicas se hunden en la tierra para seguir destruyendo lo poco que nos queda de paisaje, el barro se acumula hasta que no resiste su propio peso y se desliza, mojado, por la ladera.
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