Poéticas de la intemperie

67 pudo ser, congelado en la desolación de la espera y no pertenecer a nada, sin pasado ni futuro; una ruina de nada. El eriazo existe, como lugar o territorio gracias a la mirada de quien lo descubre. Hay pequeñas y cercanas formas de experimentar lo que llamamos un eriazo: Valentina Soto ingresa a uno de ellos con los ojos vendados, camina a tientas y azarosamente para escuchar, y principalmente tocar. Las manos recorren el suelo siempre temerosas de dañarse en la ceguera, como cuando en el grabado -que trata de cosas que se tocan y se inscriben como incisiones- las manos transitan la superficie rugosa de un objeto, imaginando la tinta que develará su cuerpo. En cuclillas sobre el suelo va recorriendo palmo a palmo el sitio, tocando suave y de forma minuciosa con la mano izquierda, con la derecha va trazando simultáneamente con una punta seca sobre papeles el registro o traducción sensorial de lo táctil: la suavidad interrumpida por lo que punza, la humedad de una tierra que casi no ha sido tocada, la aparición de un objeto que sólo podría ser imaginado, escuchando por primera vez también, quizás más que la ciudad ya lejana, ahora el sonido de la tierra, lo que se quiebra en un mínimo sonido, lo que sisea como la maleza que se curva con docilidad ante quien la toca, las cosas fragmentadas y enmudecidas que nadie escucha. Esos papeles que han sido trazados serán luego revelados por la mancha de algún pigmento, tal como la tinta hace surgir la imagen del cuerpo metálico en una impresión calcográfica. Finalmente de ese acto de conocimiento íntimo que quiere descifrar y experimentar el cuerpo del eriazo, quedan algunas fotografías que Calle

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