Poéticas de la intemperie

121 Conozco ese muro que imaginé y pensé en dejar palabras que ahora son cosas en él. Sería como escribir un nombre, cualquiera, tan sólo un nombre. Cuando se deja resonar esas palabras que parecen un poema, esas calles ya están lejos, todo ha quedado ahí, pero no vio nada a cambio. Nada le devolvió la mirada. Luego pudo mirar hacia atrás donde ya no queda mucho. Él no recuerda, nadie sabe ni es capaz de pensar que alguna vez fue un niño. Pero las calles, los muros supieron, y guardan lo que fue su insignificancia en una suerte de sagrado memorial cuyo signo de inocencia es el silencio, a resguardo de la mirada de los que cruzan, porque a los que cruzan no les importa nada de eso. Entonces se puede intentar rascar, escarbar en los muros entre los ladrillos de donde sólo cae el polvo de una mezcla alguna vez mal preparada. Se podría rayar el nombre en el muro como para intentar hacer visible que alguien que tenía un nombre miró ese pequeño fragmento de ciudad alguna vez. ¿Qué sería eso de trazar, escribir en las calles los nombres de todos los que han sido en la ciudad? de Pedro Melita La ciudad está atrás difuminada por un cierto blanco que siempre será la empañada bruma de lo que se llama otoño en Santiago. Hay un poste y una figura que se apoya vacilante en él. Al medio día de la ciudad todos van y no hay donde ir. El pelo se pone tieso y el rostro que quizás era amable a incontables noches de distancia se ha deformado. Sin embargo nada de esto nos muestra la figura que imagino un momento antes de bajar la cabeza y mirar hacia adelante. Algunas memorias dispersas

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