Poéticas de la intemperie

111 murallones enterrados reposaban como testigos de tiempo sepultados en la oscuridad. Reescribir con torpe caligrafía que lucha contra el material de esa rugosa página es actualizar la palabra, pronunciarla y exponerla al calce con un nuevo paisaje. Las palabras quedaron ahí, inscritas sin autor ni data colgando en un presente constante, como hechas por cualquiera y dejando a esos bloques absurdos como si aún pensaran en la ciudad que les rodea, a la que pertenecieron y pertenecen, ahora sin tiempo, pues siempre será la ciudad de quien la lea mientras duren esas líneas desmigajándose a plena intemperie. Hablábamos en esa oportunidad de la posibilidad de recorrer, buscar esos lugares descritos en los libros, aunque probablemente la ciudad a la que refieren ya casi ha sido borrada. Sería entonces el acto imaginado de coincidir con esa mirada que se detuvo unos instantes al inicio de una calle a ficcionar una vida, imaginar o recordar por ejemplo en la ventana a un niño que recuerdo como el “Patas de Perro” de Carlos Droguett condenado a ser casi apenas alguien, sin asomarse al mundo que se le ha negado por su deformidad. La escritura nos puede revelar la interioridad y presencia de múltiples espacios, pequeños fragmentos de ciudad inmovilizados en el tiempo, pero en este caso no se trata de imaginarlos desde la cómoda relación física con el libro, sino quizás buscar sistemáticamente y detenerse frente a esos lugares contenidos en las palabras sabiendo que ya algo en ellos ha sido escrito. Algunas memorias dispersas

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