Escuelas de Arte, Campo Universitario y Formación Artística

74 Aunque Brecht no era evidentemente un lector de Husserl, daría la impresión de haber dado con este procedimiento cuando concibió el montaje como un acelerador del distanciamiento entre la consciencia del espectador y la catarsis de la experiencia dramática. El espectador podía ver ahora que en su teatro no había magia ni misterio sino trabajo, un trabajo similar al de cualquiera pero desplazado en términos de su visibilidad. El artista se convertía así en un trabajador que trabajaba dos veces, trabajando primero como cualquiera y trabajando, después, para dar a ese trabajo de cualquiera la singularidad de un arte que buscaba interrumpir la relación natural de la consciencia del espectador con lo que se representaba en la escena. No conocía las palabras epojé o suspensión, ramilletes sofisticados de la vieja dinastía filosófica, pero era como si las hubiese conocido cuando empleó el concepto de distanciamiento. Distanciamiento fue para la leve experiencia épica de Brecht la suspensión filosófica continuada por medios dramáticos amortiguados. Benjamin tomó después ese término de él para traducirlo al campo de la mirada. Así inventó esta otra expresión: mirada distraída, según él la mirada revolucionaria, que venía a interrumpir en la época de la reproductibilidad técnica el modo burgués de la percepción concentrada, reclamada por la pintura del siglo XIX o por los museos de arte. Notorio resulta que Benjamin o Brecht o las vanguardias europeas o Duchamp se caracterizaron por suscitar, desde la desublimación a la que sometían la práctica artística en la que se insertaban, lo mismo que el Licenciado en Artes Visuales aprende hoy en su formación universitaria: la necesidad de supresión de la distancia estética que subyace al desarrollo del arte formal o convencional. Durante los años sesenta en Chile esa supresión respondía a un deseo bien calibrado: el deseo vanguardista por hacer coincidir la “revolución estética” con la “revolución política”. Lo que el artista pretendía de su trabajo era llevarlo a las calles, confundirlo con el resto de las mercancías, exhibirlo como un recorte inusual en medio de las góndolas abarrotadas de fetiches. De alguna manera la confluencia entre una revolución y otra –la del arte y la de la política– pasaba por suprimir también el crédito del “licenciado”. El motivo es sencillo: la licenciatura era un sobrante o incluso un último obstáculo en el camino del arte hacia su vida mundana. La clásica relación arte-vida, horizonte de la revolución estética llevada a cabo por las vanguardias, requería del barrido de la formación universitaria. Y esto Arte, Universidad y Crítica. Elementos para un debate en el Chile de las últimas tres décadas

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