Malestar y destinos del malestar: políticas de la desdicha vol. 1
132 – malestar y destinos del malestar Políticas de la desdicha Es evidente que no todos los agónicos manifiestan tal apetito; algunos se apagan lentamente y otros se enclaustran en un aislamiento absoluto, enterrándose antes de tiempo en sus nichos. Con Sebastián intenté ser una buena madre, proponiéndole, por el entorno que yo representaba con mi voz melosa, un holding que psíquicamen- te le permitiera “dejarse caer en mis brazos” y, luego, “ de mis brazos” para así, tal vez, hacer menos doloroso el gran salto, soltando sus intereses narcisistas y libidinales. Yo anotaba por entonces: “Quiere morir pero no sabe cómo hacerlo, es un gran desafío para él, no es un pro-muerte. […] Aferrarse a la vida es aferrarse a barrotes”. Prime- ro dirá esto aferrándose a mi mirada, luego apretando mis manos largamente. Para actuar como quien ayuda a pasar, es necesario aceptar entrar con el agónico al in- quietante mundo de los “gritos y murmullos”, pero la disponibilidad, la continuidad psíquica que intentamos mantener al respecto requieren, además de las modalidades particulares de la investidura objetal, la toma de conciencia del triunfo narcisista que implica esta muerte para nosotros, en tanto nosotros nos quedamos del lado de la vida. Luego de mis dos últimas visitas, Sebastián estaba en cama, un poco agitado, silencioso. La muerte se encontraba demasiado cerca para hablar de ella y lo sabía- mos. La transferencia era particularmente intensa; yo la entendía como una suerte de último clamor hacia su madre –“¡Mamá!”, gritan a menudo los agónicos. La con- tratransferencia, en esos momentos, me parecía una ola envolvente que arrastraba con ella los residuos de antiguas ambivalencias y la culpabilidad a ellas asociada. En los vacíos provocados por los silencios terminamos nuestro trabajo. Muerte u objeto de ternura Semanas antes de su muerte, los inicios de algunas conversaciones nos sumergieron en una atmósfera de una extraña inquietud, particularmente contaminante. Sebas- tián se sentía amenazado por un doble. Se trata de él, pero su doble tenía una cara diabólica. Sentía a ratos que este otro yo era frío. Tal era el espanto que este doble le provocaba, que se levantaba e iba a ver si no estaba en la habitación contigua. Me preguntaba si acaso estaba loco. Entonces, pensé que podían ser metástasis cere- brales, lo cual no era el caso, así como tampoco lo era el efecto de la morfina que él maneja muy bien por su cuenta y que le permitía amenguar un tanto la molestia de los dolores somáticos. Por un lado, me parecía que el doble le permitía a Sebastián “presentarse” (y no “representarse”, pues ello significaría que ya la habría conocido) su propia muerte; mientras que, por el otro, el doble era alejado, mediante un efecto de división del yo, de una parte de éste último para preservarlo. Así, en la otra parte del yo se proyec- taban los contenidos inaceptables que concernían a la muerte y que él trataba de re- presentar. En Lo ominoso, Freud evoca el tema del doble y, citando primero a Rank, sugiere que “el doble fue en su origen una seguridad contra el sepultamiento del yo,
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