Experiencias en América Latina: el desafío de evaluar programas de seguridad ciudadana
11 Buenas prácticas Las experiencias de identificación y reconocimiento de buenas prácticas nacen en el seno de la gestión y la administración en la empresa privada y el sector público en los años 70s, donde lo que se busca es mejorar los estándares de desempeño, entendidos la mayor parte de las veces, como el aumento de la productividad o de la calidad de productos o servicios. En este contexto, es importante subrayar el rol que juegan por una parte, la competitividad entre unidades que desarrollan procesos similares y, por otra, la innovación de los grupos humanos y su creatividad para construir vías alternativas a las tradicionales, que parecieran ser poco satisfactorias o deficientes por las razones que sean. La noción de buena práctica implica, entonces, necesariamente un ejercicio de comparación entre prácticas (o procesos de producción) similares, en función de ciertas dimensiones relevantes que se determinen en cada caso. A partir de este ejercicio comparativo, se levantan ciertas prácticas como dignas de ser difundidas y servir de inspiración para otros. En este sentido, delimitar qué se entiende por una buena práctica involucra diseñar criterios y mecanismos de comparación para superar intuiciones y así basar el juicio en aspectos objetivables y comparables. Así lo han hecho de manera más o menos explícita algunos concursos, premios o compendios que existen en el ámbito de la prevención del delito (Thomton, Craft, Dahlberg, Lynch, & Baer, 2000; Zúñiga, 2007; Dammert y Lunecke, 2004; NCPC, 2008; ICPC, 2008, 2010). No todos ellos operan con la misma lógica, ni entregan toda la información en cuanto a cómo se seleccionaron y/o premiaron las prácticas que se difunden, pero en la gran mayoría es posible encontrar al menos cuatro criterios comunes: eficacia, eficiencia, innovación y asociación. Uno de los criterios más asentados para determinar qué son las buenas prácticas es la eficacia , entendida como la capacidad de una iniciativa para producir cambios duraderos en el tiempo, medibles y observables que apuntan a solucionar un problema. De allí que las metodologías experimental y cuasi experimental tengan tantoecoentre los estudiosos de las políticas públicas, ya que ellas permiten pronunciarse acerca del nivel de eficacia de un cierto tratamiento. Además, no hay que olvidar que la perspectiva científica cuantitativa, en la cual operan los estudios experimentales y cuasi experimentales, parece ser muy convincente en el tratamiento de sus evidencias traducidas a números y razones. Estas tienen la característica de que entregan sintéticamente un panorama relativamente univoco en su interpretación (por ejemplo, no cabría mayor discusión acerca de la conveniencia de determinado tratamiento si se sugiere que éste reduce 5 veces el número de consultas a la atención primaria). Al criterio de eficacia para determinar si una intervención es una buena práctica en el ámbito de lo público, se suele agregar el de eficiencia que es depor sí un criterio comparativo. Para juzgar la eficiencia disponemos de métodos cuantitativos que relacionan beneficios (resultados) versus costos . Mientras los costos de una intervención son conocidos en su presupuesto, los beneficios deben ser claramente definidos y luego traducidos a dinero. Por ejemplo, el beneficio estimable en dinero de una intervención que persigue evitar la reincidencia delictual de 100 ex reclusos en un año, corresponde a la diferencia entre la suma de todos los gastos que implican para el Estado la intervención y el menor gasto que se producirá al evitar su encarcelamiento. Este cálculo facilita enormemente comparar distintas alternativas de intervención en términos de la eficiencia de los recursos económicos. Ya hemos mencionado lo importante que son las capacidades de los grupos humanos en cuanto al despliegue de su creatividad para innovar, atreverse – y contar con la confianza y los recursos – para probar caminos distintos a aquellos cuyos resultados parecen no ser suficientes. De allí que el criterio de innovación sea recogido en la mayoría de las experiencias de reconocimiento de buenas prácticas. Particularmente, en el ámbito de prevención del delito, la innovación suele ser entendida como la experimentación de formas diversas de enfrentar el problema, donde los actores principales no son las policías, ni los representantes del poder judicial, sino que se le da a la comunidad algún nivel de protagonismo y decisión tanto en el diseño como en la ejecución de las actividades. Así, en algunos casos, se tiende a valorar positivamente aquellas iniciativas que involucran grupos diversos y muchas veces reticentes a participar pero muy necesarios para el logro de los objetivos de las iniciativas. Por ejemplo, padres ymadres, cuando se trata de iniciativas en el medio escolar, o grupos de empresarios del sector privado, cuando se trata de iniciativas de colocación laboral de jóvenes. En estos casos, es posible apreciar por qué el criterio de innovación suele ser entendido como un símil de participación y diversidad de los grupos involucrados. Finalmente, el nivel de asociatividad de la unidad ejecutora de una determinada iniciativa también se levanta como un criterio relevante para juzgar lo que es una buena práctica. Por nivel de asociatividad se entiende el grado de inserción de la unidad ejecutora en una red más amplia de instituciones públicas y privadas. Se considera también, su capacidad para movilizar recursos en pro de solucionar situaciones previstas y no previstas en el curso de la implementación. Ello dice relación con el nivel de sinergia positiva que una iniciativa genera tanto para la unidad ejecutora como para los beneficiarios, hacia el interior como hacia el exterior. En el contexto de las iniciativas de prevención del delito, se suelen considerar como símil de asociatividad algunos indicadores del capital social alcanzado por el equipo ejecutor. En cualquier proyecto se valora de manera especial, el contar con una red de apoyo institucional y especializada para llevar a cabo las tareas de reinserción social, laboral o educativa, la recomposición del tejido social o la reparación psicológica. Más allá de estos cuatro criterios generales – eficacia, eficiencia, innovación y asociatividad – para definir lo que las buenas prácticas son, en la literatura especializada en prevención del delito, se agregan otros, tales como: impacto, sustentabilidad, gestión, liderazgo y empoderamiento e inclusión social (Zúñiga, 2007; Dammert y Lunecke, 2004). De algún modo, los criterios de impacto y sustentabilidad de los cambios en el tiempo, se relacionan con la noción de eficacia, tal como la hemos descrito aquí. Por su parte, una adecuada gestión es parte de la eficiencia. Además, la dimensión de liderazgo y empoderamiento, así como aquella relacionada con la inclusión social, forman parte del concepto de asociatividad descrito más arriba.
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