Para que nadie quede atrás: A la memoria de nuestras(os) compañeras(os) y maestras(os)

78 Cornelio González EL HIJO DE TALAGANTE Por Héctor Velis-Meza Cornelio González representa lo que se puede conseguir con espí- ritu ético, sencillez, sentido común, humildad, inteligencia, talen- to, disciplina, responsabilidad y… la ayuda inestimable del Estado que, en la década de 1980, renunció a la gratuidad de la educación universitaria. Cornelio vivió su infancia y juventud en Talagante, una localidad ubicada a 38 kilómetros de Santiago, cuando esta distancia, a ve- ces, se recorría en más de una hora por el Camino a Melipilla y no por la Autopista del Sol, como ahora. Parece que a Cornelio, la capital no le gustaba, porque cuando se casó con Katia Quintana se fue a vivir a Peñaflor y solo en la última etapa de su corta y fruc- tuosa vida se trasladó a la metrópoli del ruido y la contaminación. Cornelio siempre se sintió orgulloso de su familia y de sus orígenes humildes y sacrificados. Nunca se quejó de las estrecheces econó- micas y de la ausencia de comodidades, porque en su vida siempre privilegió lo espiritual por sobre lo material y el conocimiento por encima de la futilidad del hedonismo. Cuando salió del liceo en 1969 hizo lo que todos los muchachos talentosos de su época ha- cían: postular a la universidad sabiendo que si eran aceptados en la carrera de su preferencia iban a estudiar sin necesidad de hipotecar su futuro en una institución financiera. La vida es muy curiosa y la mayoría de las veces, inexplicable. Cor- nelio ingresó a la Escuela de Periodismo de la Universidad de Chile en 1970 sin tener una vocación muy definida. Del curso era uno de los menores, junto a Verónica Vergara, Sergio Mardones y Gino Marini. Rápidamente destacó por su inteligencia y no le costó mu- cho convertirse en uno de los mejores alumnos. También llamaba la atención por su honestidad intelectual, una sensatez más propia de un adulto que de un adolescente y un trato particularmente cá- lido y gentil. No se le escuchaban malas palabras, nunca descalifi- caba y trataba de pasar inadvertido, pero no lo conseguía precisa- mente porque sus virtudes lo hacían sobresalir. Sergio Mardones lo recuerda por “su sencillez y su capacidad de asombro, su ausencia de vanidad y de envidia. Tal vez por eso era tan querido y respetado por todos sus compañeros, independiente de la postura política que tuviesen, en esos años de polarización”.

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