Para que nadie quede atrás: A la memoria de nuestras(os) compañeras(os) y maestras(os)

116 Roberto Casanova Valdebenito MATADOR DE GIGANTES Por Alfredo Rojas Salinas y Roberto Rubio Ramírez. Para ti y tu memoria ya he llenado suficientes cuadernos. Este es tu homenaje, pero no está escrito para ti. Ha sido escrito para todos los que quedamos dudando, para todas las palabras que un día no supimos darte y, por sobre todo, para nuestras mentes inquietas, en busca de una paz que aquí no encontrarán. Ese día el auditorio Jorge Müller estuvo más silencioso que nunca. Las lágrimas de nuestros compañeros, las imágenes en el proyector que se sucedían una tras otra, el inexplicable rostro de los profe- sores; esos rostros que no encontraban consuelo ni respuesta. El desgarrador llanto de la tía de las fotocopias, el silencio, lo inexpli- cable otra vez. Sin duda era un ritual extraño, con una larga lista de preguntas flotando sobre las cabezas de los asistentes y un púlpito delante de ellos que los invitaba a acercarse a lugares que pocos querían enfrentar. Ese jueves 9 de diciembre de 2010 fue la corona- ción de un año maldito. Algunos de los que estábamos ahí nos habíamos visto las caras el día anterior, en el funeral de nuestro compañero. Roberto Casano- va estaba muerto. El Beto, como le decíamos, ya no volvería; y, por más que se quisiera, ninguna de las palabras lanzadas desde ade- lante serviría para ahuyentar las voces de tristeza que nacieron en su propia determinación. La noticia nos llegó un día feriado. Un miércoles en el que Santiago amaneció con una gran nube gris tapando el cielo. La televisión nos sorprendió esa mañana con una imagen horrible: el incendio en una cárcel de la capital que acabó con la vida de 81 personas. Quién hubiera pensado que, horas más tardes, la generación 2010 de la Escuela de Periodismo viviría su propia tragedia. Menor en proporción, pero particularmente dolorosa. Hacía un par de años que el Beto había egresado del Instituto Na- cional, lugar que le dejó unos cuantos disgustos. Sufrió la hostilidad de una competencia académica que jamás logró entender y quizás por lo mismo nunca tomó partido por ese orgullo institucional ex- tremo que el colegio posee en ocasiones. Eran cosas que el Beto detestaba. Al salir, decidió estudiar Administración Pública, no por vocación, sino porque sus círculos más íntimos le terminaron por convencer de aquello; fue una decisión que lamentó en menos de un año. Se hartó de aquella carrera por su manera de entender el mundo y la forma en que nadie era capaz de entenderlo a él. Finalmente, entró al ICEI a estudiar lo que reconoció muchas veces como su verdade- ra vocación: Periodismo. Durante esos primeros días de clases en el

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